Las humanidades son, por definición y por historia, el espacio de la reflexión, el telar donde se urde la trama del pensamiento crítico. Hoy en día, sin embargo, se enfrentan a una sociedad inclinada a favorecer el desarrollo tecnológico y científico.
Las humanidades viven hoy un momento paradójico. Por una parte, el poder arrollador de las ciencias y el desarrollo acelerado de la tecnología parecen querer relegarlas, en algunas instituciones académicas, a la categoría ornamental, como esos blasones que cifraron en su época el honor de una estirpe y que el tiempo fue desdorando hasta arrinconarlos en algún desván de polvo y desmemoria.
Y sin embargo —de ahí la paradoja— nunca fueron las humanidades más necesarias que en los principios de este todavía nuevo siglo XXI.
Las humanidades son, por definición y por historia, el espacio de la reflexión, el telar donde se urde la trama del pensamiento crítico. Es en el movimiento incesante de sus hilos donde se teje y se desteje el tapiz del sentido mismo de nuestras existencias. Recordemos, por ejemplo: Newton descubrió y definió el tiempo matemático —central para el desarrollo de toda la ciencia moderna— pero fueron las humanidades, desde Shakespeare hasta Bergson, las que iluminaron en profundidad su sentido en la conciencia del ser humano, y en el desarrollo de sus culturas.
Hoy les toca dar cuenta de la transformación vertiginosa de un mundo desbocado, donde las fronteras que definieron durante siglos el lugar de las cosas se trastocan, y donde las posibilidades de incidir sobre la naturaleza y cuestionar cada aspecto de nuestra propia identidad se multiplican.
Nunca fueron las humanidades más necesarias para elaborar las grandes narrativas de un pensamiento crítico. Es en la pulsión y el diálogo incesante de sus voces múltiples —música, historia, filosofía, literatura, artes plásticas— donde se exploran y elaboran en nuevas fronteras y nuevas ontologías, las claves del presente, una nueva visión del pasado, y el futuro de nuestra existencia.